14 enero 2014

UN PEDO PRESIDENCIAL

Los duendes existen, pero son invisibles. Pueden estar entre medio de un grupo de personas sin que nadie conozca su existencia. Los hay de muchos tipos, pero suelen ser más bien gamberros, y a veces sus trastadas afectan a la gente. Una broma típica es aprovechar donde hay un grupo de personas para que el duende se eche un pedo. La gente se mira unos a otros, esperando que alguien diga «perdón»; y como nadie fue, nadie lo dice. Esta es la historia de un duende que hizo esa trastada en La Moncloa.

El consejo de Ministros estaba debatiendo, como solía los viernes, cuando el duende protagonista de esta historia se tiró un sonoro y pestilente cuesco.
Mariano Rajoy estaba en el uso de la palabra, y se quedó callado en mitad de la frase. Miró a los presentes con una cara que lo decía todo.
Todos se miraron entre sí, pero nadie reconoció la autoría de aquella fechoría.
Tras uno o dos minutos, el Presidente prosiguió su alegato.
—Como os decía, las encuestas aún nos dan una significativa ventaja y…
«¡Prrrrrrrrrrrrrr!»
Otra sonora ventosidad y aún pestilente. El duende se estaba descojonando de risa, aunque en silencio. Estaba bajo la mesa divirtiéndose como nunca.
—Señores, me temo que esto es una verdadera falta de respeto —observó Rajoy.
—Señor Presidente —replicó la vicepresidenta, Soraya Sáenz de Santamaría—. Ninguno de nosotros ha sido el autor.
—¿Estás segura, Soraya?
—Bueno, yo no he sido, eso puedo jurarlo.
—Tampoco yo —dijo Wert.
—Ni yo —replicó Montoro.
Y así, uno tras otro, los ministros reconocieron que ninguna había sido el autor de la ventosidad.
Alguno miró hacia los ujieres y las secretarias. Pero estaban demasiado lejos, y sin duda el ruido procedía de la mesa.
«¡Prrrrrrrrrrrrrroooooooooooooof!»
Otra vez el sonoro tronar y el mal olor tras él.
—Viene de la mesa, eso sin duda —observó el Ministro de Educación, José Ignacio Wert.
—Mariano… —dijo Ruiz-Gallardón en tono recriminatorio.
—¿Qué insinúas, Alberto? ¿Crees que he sido yo?
—Los demás nos hemos disculpado.
—No necesito hacerlo, pero yo tampoco he sido. ¡Y no cabe duda de que alguien aquí miente!
El Presidente se estaba acalorando. Nunca antes había sucedido: tal vez otro de sus ministros pudiera perder los papeles (eso nunca salía al exterior, por supuesto), pero que el propio Mariano perdiera el control…
—¡Es que sois todos unos guarros! —exclamó Ana Mato, visiblemente indignada.
—¿Es que tú no lo eres acaso? —replicó Fátima Bañez.
Las dos mujeres se echaron a pelear como dos vecinas de barriada. Cristóbal Montoro sugirió hacer apuestas:
—Doscientos a que gana Fátima —indicó.
El Ministro de Defensa, Pedro Morenés, sacó su artillería:
—¡Montoro! ¿Tú qué te crees? ¿Qué estamos en la Plaza Real?
El aludido saltó de su asiento y se dirigió a donde se encontraba el otro. Le aferró por la chaqueta y le conminó diciendo:
—¡Tú calla, rata de albañal, que estás aquí por los favores de tu cuñado!
Los dos hombres se liaron a puñetazos.
Mientras tanto, las dos mujeres seguían con lo suyo.
Los demás trataron de separar alguno de los dos grupos de luchadores. Pero en cuestión de minutos todos estaban peleando entre sí, tirándose hasta las sillas.
Los ujieres no sabían si tratar de detenerles, si grabarlo todo para ponerlo en YouTube, o simplemente largarse de allí. Las secretarias ya habían salido corriendo.
Mariano Rajoy estaba atónito. Al fin sacó voz de donde no creía tenerla y dio un grito:
—¡ESTAOS TODOS QUIETOS! ¡COJONES!
Tal vez fuera el oír la palabrota en boca del presidente lo que calmó a todos.
—¡Convoco elecciones generales ya mismo! ¡JODER!
Bajo la mesa, el duende seguía descojonándose de risa. Estaba decidido a seguir en La Moncloa hasta que el Infierno se congelara.

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