19 febrero 2015

ANTES DE BISTULARDE

La expedición grateniana se preparaba para partir. GYT-102587 pudo buscar un momento para conversar con Geyanil.
      El nativo humanoide miró al ser calamarino que le pasaba en altura. Se había acostumbrado a su imagen y ya no se le hacía tan rara como al principio.
      —Entonces, ¿es cierto que se van? —preguntó Geyanil.
      —Así es —el traductor del grateniano hablaba sin acento; colgaba de uno de los tentáculos superiores—. Hemos recibido la orden. Hemos de abandonar toda interferencia con las especies extrañas. De todos modos, las naves se quedarán en órbita.
      —Eso he oído. Pero me pregunto a dónde podríamos ir. ¿Por qué no quedarnos aquí?
      —Esa es decisión de ustedes. Los otros humanos están en plena expansión y podría haber conflictos graves entre las especies. Ustedes disponen de superioridad tecnológica, pero son muy pocos. Nuestra recomendación está clara, y sus dirigentes conocen a donde podrían enviar las naves estelares. Hay cinco planetas vacíos, disponibles para ustedes.
      —Bueno, ya veremos lo que se decide. Las veinticinco ciudades tienen independencia para decidir. Pero me preocupa más una cosa: ¿por qué ahora?
      —Ya te lo expliqué. Nuestra cultura es muy vieja. Millones de años abarca nuestra historia y en ese tiempo ha habido de todo. En lo que se refiere a la relación con otras especies, hemos oscilado desde el aislamiento total hasta la intervención para ayudar a los demás a desarrollar sus potencialidades. Hemos venido a este planeta, igual que lo hemos hecho con muchos otros, para ayudar a tu especie. Pero ahora nuestra civilización ha vivido una de sus periódicas revoluciones y pasamos a un punto de vista distinto. Aún no sé si nos aislaremos o si nos conformaremos con mantener el contacto. Espero lo segundo, pero no hemos recibido indicaciones acerca de los nuevos proyectos. Sólo que hemos de abandonar cualquier forma de intervención.
      Otros seres calamarinos hacían gestos. Uno de ellos era evidente, pese a tratarse de una especie distinta a la humana.
      —Adiós, Geyanil. Me temo que nunca nos volveremos a ver. Que los tuyos salgan adelante.
      Y sin decir más, tocó el aparato traductor para desconectarlo. El humano lo contempló mientras se alejaba, moviéndose sobre sus tentáculos inferiores.
      Los extraños subieron a bordo de su pequeña nave, la que les llevaría a la nave mayor, que estaba en órbita.
      Geyanil vio cómo se elevaba el vehículo. Siguió mirando hasta que se escondió tras las nubes.
      Un trueno avisó que la nave alcanzaba su elevada velocidad.
      Manaxoy se le acercó.
      —¿Se fueron los calamares de tierra? —preguntó.
      —Sí.
      Geyanil apoyó su mano en el prominente vientre de su compañera. Su piel azulada mostraba el avanzado estado del embarazo: apenas cubierta por una faldilla, Manaxoy tenía los pechos prominentes, listos para producir leche.
      Geyanil también vestía un taparrabos. La piel de tonos azules les proporcionaba suficiente protección frente al sol que caía casi verticalmente sobre el poblado.
      La ciudad, de unos veinte mil habitantes, estaba rodeada por un muro de metal y plástico, con sensores de movimiento y máquinas de vigilancia. Era necesario porque los primitivos atacaban con frecuencia. A los tecnos no les gustaba matar primitivos, ni siquiera en defensa propia, pero los otros no pensaban igual. Los veían como rivales en el dominio del territorio.
      Resultaba extraño que aquellos humanos primitivos osaran enfrentar sus toscas azagayas a las armas energéticas de los tecnos, pero así sucedía.
      Un sabio había propuesto educar a los primitivos para de esa forma integrarlos en la civilización, pero los demás lo rechazaron: eran otra especie.
      Ni siquiera podía haber intercambio genético, pues no era posible la hibridación: los tecnos tenían dos microestructuras de más en sus unidades microscópicas (lo que miles de años más tarde se llamarían cromosomas y células).
      Por un momento, Geyanil volvió a la escuela, donde había recibido la formación inicial.
     
—Los calamares de tierra no son de este planeta— explicaba el educador—. Ya saben ustedes lo que son los planetas y las estrellas. Pues bien, los seres que llamamos calamares terrestres proceden de otra estrella lejana. Su cultura es muy vieja y han venido a este nuestro planeta para, así dicen, ayudarnos.
      »Lo cierto es que han estudiado a nuestros antepasados y observado potencial en ellos. Han cambiado algunos detalles en sus unidades microscópicas, y para evitar el cruce entre especies cambiaron el número de microestructuras.
      »Pero no se han conformado con esos. A los miembros de la nueva especie, los tecnos, o sea nosotros, les han enseñado cómo obtener metales y plásticos, cómo construir viviendas permanentes, cómo estudiar a la Naturaleza. Gracias a su ayuda nuestros antepasados construyeron las veinticinco ciudades del mundo.
      »Somos pocos y los primitivos nos superan en número. Los calamares nos han pedido, exigido casi, que no matemos a los otros salvo en casos de supervivencia extrema, es decir para defendernos. Por eso nuestras armas energéticas tienen poca potencia, y por eso tampoco usamos armas letales, como las que lanzan proyectiles.
      »Los calamares nos han dicho que hay otros mundos, y que nosotros podríamos viajar a ellos cuando estemos preparados. De hecho, nos han entregado tres naves que están arriba, sobre el planeta, disponibles para nosotros.
      Geyanil aprendió otras cosas. Como, por ejemplo, que el clima estaba cambiando; el hielo estaba comenzando a crecer por el norte y el sur, como ya había sucedido en el pasado antes de las especies humanas. Para los tecnos, el problema no era tan grave porque podían viajar por el aire, y disponían de la energía del vacío para calentar las ciudades, incluso bajo el hielo; de hecho, dos de las ciudades del norte se estaban preparando para sobrevivir dentro del glaciar. El problema eran los primitivos, pues los cambios de clima les traerían hambre y siempre verían las ciudades de los tecnos como fuentes de recursos.
      La solución era evidente: viajar a otros mundos. Los calamares habían dejado claro que estaban dispuestos a ayudarles, pero que la decisión debía ser suya.
      Y las ciudades no se ponían de acuerdo. Cada pocos años se hacía una votación; Geyanil recordaba ya tres votaciones, y en ellas había visto como se había pasado de ocho ciudades a favor de emigrar a quince. Pero aún quedaban diez ciudades que no aceptaban abandonar el planeta; si sólo fueran dos o tres se les podría convencer, pero diez eran más de la tercera parte.
     
Manaxoy tuvo una niña de piel azulada y cabeza redonda. Perfecta. Y los primitivos atacaron la ciudad una vez más, azuzados por el hambre ya que hacía meses que no llovía, los pastos estaban secos y los herbívoros habían huido hacia el sur o el norte, buscando comida. Algunos primitivos habían emigrado con ellos, pero otros se volvieron hacia la ciudad de los magos, los tecnos.
      Un pequeño grupo de primitivos había conseguido superar las murallas y robado un almacén de alimentos. Ignorando las armas energéticas, pues sabían que no mataban, volvieron con los suyos con el botín logrado.
      La asamblea se reunió de urgencia. No tenían más que dos opciones: acabar con los otros por la fuerza, matando si era necesario, o aceptar que volvieran a buscar más comida.
      —Si aceptamos lo segundo —dijo Geyanil—, ¿qué haremos después? ¿Les integraremos en nuestra sociedad?
      Era evidente que eso no era factible.
      Sólo quedaba una solución real, y Geyanil se atrevió a decir lo que muchos pensaban pero no osaban reconocer.
      —Hemos de abandonar la ciudad.
      Tardaron apenas dos días, mientras los primitivos vaciaban los almacenes con toda tranquilidad. En ese tiempo, todos los aparatos voladores trasladaron lo que pudo recogerse a la ciudad más cercana, situada al norte, al otro lado del mar.
      Ya eran veinticuatro ciudades, no veinticinco.
      Mejor dicho, veintitrés: otra ciudad fue abandonaba bajo la presión de los otros humanos, de piel oscura.
      En la siguiente votación, sólo una ciudad se opuso a la emigración. Aceptó el resultado de la mayoría.
     
El problema era que, a irse los calamares, sólo contaban con tres naves. Había espacio para todos los tecnos, que viajarían en estado de congelación, pero de los ocho destinos posibles deberían elegir tres.
      Optaron por tres situados en distintas direcciones, y a distancias no muy largas: de ellos la luz tardaba entre veinte y treinta años en llegar al mundo que conocían.
      ¡Y eso era cerca! El más alejado de los ocho destinos estaba tan lejos que la luz tardaría ochenta y cinco años.
      Los tecnos abordaron las tres naves, sabiendo que nunca más volverían a verse los tres grupos. Máquinas automáticas se encargarían de todo, mientras ellos dormían congelados entre doscientos y trecientos años.
      Acordaron ponerse en contacto mediante antenas de radio, tan pronto como pudieran construirlas.
      Si es que podían hacerlas.
      Había un detalle que, con las prisas, no tuvieron en cuenta. Y es que no es lo mismo sobrevivir en un mundo, aunque sea adecuado para la vida, que construir una civilización.
      El grupo de Geyanil así pudo verlo cuando llegó a su planeta. Era un mundo perfecto, con aire respirable y vida similar a la que habían dejado atrás. Podían vivir en él.
      Pero no tenían los medios para obtener metales de las rocas, ni energía del vacío, tampoco elaborar plásticos o alimentos sintéticos. Ni siquiera podían acceder a la información que habían traído en soportes de memoria.
      La hija de Manaxoy y Geyanil se acostumbró a la vida primitiva son dificultad; no echaba de menos la tecnología de sus padres, pues no la había conocido.
      Geyanil nunca pudo contactar con los otros grupos, pues no pudieron construir una antena para comunicarse; aunque la señal hubiera llegado cuando ya él estuviera muerto, la esperanza de que fuera así hubiera servido como estímulo para mantener la escucha.
      Nunca fue posible ponerse a la escucha, menos aún transmitir. Y tal vez así fuera mejor, pues los otros dos grupos tuvieron suerte similar; uno consiguió sobrevivir, y el otro apenas aguantó cinco generaciones, antes de desaparecer de su planeta.
      Muchos años más tarde, los descendientes de los primitivos llegaron al planeta; ya no era primitivos, por cierto. Y algunos llamaron Bistularde al planeta, preguntándose cómo era que sus nativos eran tan parecidos a ellos.

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