29 junio 2013

Fernando o Tahinoaya (2ª parte)

-3-
     
Decidirse a emigrar no fue una decisión sencilla. Lo primero que hizo Tahinoaya fue lo más evidente: entrevistarse con Hilda; debía saber cómo eran las cosas en su planeta y, si podía, porqué ella se había marchado.
       Hilda no la recibió como paciente, sino como amiga. Le contó detalles muy sabrosos de la vida en Bistularde, un mundo casi tan desarrollado como la Tierra. Y en el que también quedaban reductos naturales sobre la superficie, justo lo que Tahinoaya quería.
       La terapeuta le contó como se había enamorado de un joven terrestre y cuando éste quiso volver a su planeta (no se adaptaba a las costumbres bistulardianas), ella lo siguió.
       —Fue mi mayor error —reconoció—. Al llegar aquí era yo la inadaptada. Y él me dejó a los pocos meses. Lo pasé fatal.
       —¿Por qué no regresaste?
       —Creo que no has captado el principal problema de los viajes espaciales. Tardé casi doscientos años en el viaje. Toda la gente que yo había conocido en mi mundo estaba muerta. Si regresaba serían otros doscientos años y eso suma cuatro siglos de diferencia en total. ¿No te parece que en ese tiempo es muy difícil que todo siga igual? Ya nunca podré volver a mi pueblo.
       —¿Y por eso te quedaste?
       —Finalmente logré adaptarme. En el Cinturón hay tanta gente y tanto espacio que es fácil que cualquiera pueda hallar su sitio. ¿Por qué no lo intentas tú también?
       —Dime donde hay naturaleza libre y relativamente pura. Donde pueda vivir sin artificios.
       —¡Eso sí que es difícil!
       —Pero has dicho que en tu mundo sí que hay lugares así.
       —De hecho hay más que en la Tierra. Aquí quedan pocos lugares intactos, aunque hay muchos que se han recuperado en estos siglos, cuando la gente ha abandonado la superficie para subir aquí, al Cinturón. Pero en Bistularde la mayor parte se conserva casi como antes de la llegada de los terrestres.
       —Otra cosa que me agrada es que no desentonaré con mi estatura.
       —Y tienes toda la razón. Pero hay un problema muy grave. Ya no hay emigración a Bistularde.
       —¿Cómo es eso?
       —Desde que se independizó, las relaciones entre el Imperio Terrestre y la Liga de Ciudades de Bistularde no son muy fluidas. Y la corriente emigratoria ha sufrido mucho con eso.
       —¿No me dejarán emigrar? ¿Tendré que quedarme aquí? —Tahinoaya estaba alarmada.
       —Te dirán que elijas otro destino. Atlantis o Nuevo Perú, por ejemplo.
       —No me gustan. Son mundos nuevos, sin vida propia. En Atlantis apenas tienen un 5% de oxígeno y hay que usar mascarillas y se sigue viviendo en cúpulas. En Nuevo Perú el aire ya tiene un 15% de oxígeno, pero falta agua y cada pocos meses hay un impacto de cometa; la gente tiene que refugiarse hasta que pasen los efectos. Y en los dos casos, son mundos muy tecnificados, sin vida natural. No es lo que quiero.
       —¡Hum! Ya veo que has estudiado bien el asunto. Y tienes razón. Además, creo que todos los destinos disponibles son por el estilo.
       —No es que lo «creas», es que es así. Revisé toda la lista. Sólo en Bistularde hay naturaleza más o menos virgen. Dime, Hilda, ¿tú no conoces a alguien? Podrías ponerte en contacto por ansible…
       —¿Pero es que no me has oído? ¡La gente que conocí murió hace más de cien años!
       —¿No has contactado por ansible?
       —Sale caro, la verdad.
       —Tengo recursos. Te puedo pagar los gastos.
       —Sí, ya sé que tus clases de Vida en la Naturaleza han tenido mucha aceptación. ¡De acuerdo! Puedo llamar a los nietos de mis amigos a ver si consigo ayudarte. Al menos puedo intentarlo, ya que no parece importarte el gasto…
       —¡Te lo agradeceré mucho!
       Tahinoaya tenía un ídolo de tela que había bendecido el brujo Emerando con agua bendita. Era una imagen, toscamente realizada, de María Lionza. Ella le pidió a María Lionza que le ayudara, tal y como había hecho muchas veces en su vida. Y, según le parecía, María Lionza le había ayudado.
       Tal vez porque la diosa india le ayudó, o quizás fuera por otros motivos. Lo cierto es que las gestiones de Hilda dieron su fruto y Tahinoaya fue admitida en la nave Sol de Panamá, rumbo a Bistularde.
     
Ya en la nave, le dieron la opción de quedarse unos días como turista a bordo, antes de pasar a hibernación. Mucha gente lo hacía para disfrutar de las vistas espaciales, tanto de la Tierra como de otros planetas. También para relacionarse con los demás pasajeros. Pero Tahinoaya prefirió no perder el tiempo en esas relaciones y pidió la congelación inmediata.
       De la misma forma, a su llegada de Bistularde no quiso ser descongelada con mucha antelación. Cuando Tahinoaya despertó, el robot asistente le informó que faltaba un día para atracar en el Cinturón Ecuatorial de Bistularde. Había un camarote en el que podría dormir su única noche en la nave y si lo deseaba, ya era visible el Cinturón desde el mirador nº 2. Pero primero debía comer algo…
     
Apenas dedicó tiempo a recuperar fuerzas y a contemplar el panorama. Se encerró en su camarote y se puso a revisar la información disponible sobre el planeta. No en vano la que ella tenía estaba dos siglos atrasada.


-4-
     
El Cinturón de Bistularde era como el de la Tierra, pero en pequeño. No tenía 50 mil millones de habitantes, apenas un par de miles de millones.
       Pero Tahinoaya no perdió el tiempo en él. Tan sólo lo justo para decidir su destino en el planeta.
       Aunque había un río llamado Amazonas, tenía poco que ver con el que ella conocía. Así que eligió un lugar en el continente Beta, bastante cerca de las ruinas de Nueva Barranquilla.
       Los nativos siluegros habían resistido con fuerza a la colonización, matando a unos cuantos colonos. Finalmente lo habían aceptado para no sufrir el mismo destino de los jilokanos, masacrados en una guerra bacteriológica, y también porque lograron mantener su forma de vida tradicional dentro de la colonia.
       Todo lo que pudo averiguar Tahinoaya de los siluegros le resultó bastante similar a lo que hacía ella en San Carlos. No debería ser difícil adaptarse a vivir con ellos.
       Pero, ¿la aceptarían?
       Como casi todos los nativos bistulardianos, los siluegros mantenían contacto con las autoridades de la Liga. Una pequeña población moderna, Leroma, tenía toda la representación oficial. Allí estaban el comunicador y el ansible; también el aeropuerto y la terminal del Tren Transverso, que recorría todo el continente de este a oeste.
       Tahinoaya contactó con un nativo residente en Leroma. Su nombre era Klom. Algo en su imagen (tal y como lo vio en el comunicador) y en su voz despertaron su interés.
       Klom realizó las gestiones, después de revisar los antecedentes de la terrestre. Ella no mencionó el cambio de sexo, sólo sus experiencias en San Carlos y más tarde el éxito de sus clases.
       Klom le informó, tres días más tarde, que había hablado con varios jefes y estaban de acuerdo en aceptarla, aunque de forma provisional. Ella debería demostrar que estaba dispuesta a convertirse en una siluegra completa, aprendiendo lo que no supiera.
       Tahinoaya aceptó y se desplazó hasta Leroma.
     
Antes de integrarse de lleno entre los siluegros, la terrestre debía conocer a fondo las costumbres nativas. A ello dedicó un año entero en Leroma. Y Klom fue su maestro.
       Al intimar con él, Tahinoaya pudo llegar a conocer qué era lo que le había llamado la atención desde un principio.
       Klom era un transexual, como ella.
       Le costó averiguarlo pero comenzó por analizar unas cuantas pistas. Para empezar, Klom no se comportaba como un hombre típico, más bien tenía una actitud algo forzada, poco natural. Al principio, ella supuso que sería parte de la idiosincrasia local. Pero tras tratar unos cuantos hombres de Bistularde, nativos, mestizos o de origen terrestre, observó que los hombres del planeta eran casi iguales a los terrestres. Klom no era así.
       Luego estaba la cuestión de la forma corporal. Klom era bistulardiano, pero su estatura era más bien baja, sólo 1,82 metros. Alto para un terrestre, pero bajo para un hombre de Bistularde. Y el cuerpo tenía algunos rasgos femeninos, como unas caderas algo exageradas.
       Tras un mes de vivir sola, aceptó compartir vivienda con él. Y también la cama, pese a que él no la había perseguido; o tal vez precisamente por eso, ella fue quien se lo pidió.
       Pudo así verlo desnudo más de una vez. Y observó más rasgos femeninos; por ejemplo, aunque no tenía nada de pecho sus pezones eran demasiado grandes para ser de un hombre. Los labios eran carnosos y tenía demasiada grasa en los brazos y las piernas. Incluso sus genitales tenían un «no sabía qué» ¡tal vez porque eran demasiado perfectos!
       Decidió contarle que ella había nacido como hombre. Y él le confesó que había nacido como mujer. Tras una dura adolescencia había cambiado de sexo.
       ¡Curiosa mezcla! Una mujer que había sido un hombre al nacer y un hombre que nació como mujer.
       Podrían haberse quedado así. Pero entre los siluegros se daban dos formas de la variada geometría sexual de Bistularde. Tan frecuentes eran las parejas como los tríos.
       Tahinoaya conoció a Olaria, una siluegra preciosa. A Klom también le gustó. Y Olaria encontraba muy agradables a los dos, así que conformaron un trío.
       Para entonces, Tahinoaya creía estar preparada para irse a vivir a un poblado siluegro. Buscaron uno bastante alejado, donde no recordaran la infancia de Klom.
       Cerca del río Goloso, viviendo en una cabaña no muy diferente de la que habitaba en San Carlos, Tahinoaya se dedicó a recolectar plantas, a pescar peces con red, a cocinar tortas de holema (parecido al casabe) y a fabricar hamacas de fibra. Olaria le ayudaba y Klom salía a cazar. Cuando el hombre no conseguía su alimento (algo más frecuente de lo que él deseaba), recurrían a la cocina automática. También tenían un pequeño comunicador con el que se mantenían informados de lo que sucedía en Bistularde y, a veces, en otros mundos.
       Era una vida integrada en la Naturaleza. Tahinoaya era feliz, pues sus dos compañeros la amaban y ella amaba a los dos.
       Sólo quedaba un pequeño resquicio para la infelicidad. No tenían niños.
       Fue Tahinoaya quien planteó el problema. A Olaria el asunto le resultaba indiferente. Sabía bien que Klom no podía dejarla embarazada pues no producía espermatozoides: los cirujanos le habían construido un pene, pero no fueron capaces de simular el semen. Klom podía sentir orgasmos porque disponía de nanoimplantes que estimulaban las áreas del placer sexual, pero no eyaculaba pues carecía de los órganos correspondientes. Y Tahinoaya tenía incapacidad para procrear, por motivos muy parecidos.
       La primera sugerencia fue de Olaria: ella podía gestar un clon de cualquiera de los tres y criarlo como un hijo. Era una opción bien aceptada en Bistularde, sobre todo en un caso como el de ellos.
       Pero fue hablando del tema como salió a relucir que Tahinoaya también podía vivir un embarazo gracias a su útero artificial. Y por cierto que la manipulación era inevitable, incluso aunque Tahinoaya fuera una mujer normal y Klom un hombre también normal: los cromosomas de ambos eran incompatibles.
       Así que decidieron viajar hasta Nueva Lima para someterse a tres intervenciones. Tahinoaya meditó en la ironía del destino: en Lima se había decidido su futuro como mujer, en Nueva Lima se completaría.
       El plan era que Olaria gestaría un clon de su propio cuerpo. A Klom se le extraería una célula para convertirla en un gameto con la dotación cromosómica terrestre. A Tahinoaya se le extraería otra célula, que sería sometida a un tratamiento similar pero conservando sus cromosomas intactos. Finalmente, estas dos células serían combinadas para formar un cigoto que sería implantado en el útero de Tahinoaya. Ya que Klom tenía cromosomas sexuales XX y Tahinoaya XY, la mezcla se haría al azar, sin elegir sexo.
       El resultado fue que las dos mujeres quedaron preñadas a la vez. El trío se quedó en Nueva Lima hasta la culminación de los embarazos. Por suerte, nadie llegó a saber que un hombre (Tahinoaya) había quedado preñado, pues de saberlo la noticia habría llegado a todos los mundos humanos. Pero quienes participaron en las intervenciones supieron respetar la intimidad de los tres. Eso sí, una vez que volvieran a la vida normal, entre los siluegros, se haría pública al noticia sin mencionar a los afectados.
       Tahinoaya padeció todos los trastornos del embarazo, incluyendo el parto.
       Regresaron los tres a Beta, ella con un niño al que amamantaba y Olaria con una niña que era idéntica a su madre.
       Y Tahinoaya sintió que era ¡al fin! una mujer en todos los sentidos.

(enlace a la primera parte)

28 junio 2013

FERNANDO O TAHINOAYA

-1-

Cuando nació Fernando, sus padres se quedaron muy contentos por tener un varón en la familia. Ainoa y Carlos sólo habían sido autorizados a tener un hijo y Carlos quería un varón a toda costa. Ainoa era indiferente y por eso insistió en dejar que la Naturaleza siguiera su curso, en vez de hacer una selección previa. También influyó que las autoridades terrestres no permitían la selección de género sin una razón clara y en este caso no la había.
       El pequeño poblado de San Carlos se mantenía con doscientos habitantes en la orilla del Amazonas gracias a un control muy estricto de la población. Quien no lo aceptaba podía irse a vivir al Cinturón Ecuatorial (donde habitaba la mayor parte de la gente) o, mejor aún, podía embarcarse en una nave colonial rumbo a otro planeta. En la mayoría de los planetas no había esos controles tan radicales de la población.
       Pero Ainoa y Carlos querían mantener el viejo estilo de vida, pescando en sus curiaras lo que daba el río, cultivando yuca y tapioca y viviendo en chozas de hoja de palma. De hecho se habían negado a tener comunicadores o cualquier otro dispositivo electrónico. Tampoco un sintetizador de alimentos. ¡Lo más sofisticado que tenían era una linterna!
       El pequeño Fernando nació casi sin ayuda. Ainoa había insistido en parir al viejo estilo, en la choza y con la ayuda de una partera (que se desplazó en un volador con todo el equipo de emergencia, por si fuera necesario). La placenta y el cordón umbilical fueron ofrecidos a los espíritus benevolentes. Aunque luego sería bautizado por el rito cristiano, tanto Ainoa como Carlos eran sincretistas y practicaban los viejos ritos indios a la vez que los cristianos… por mucho que los sacerdotes insistieran en que sólo había un Dios.
       En cuanto tuvo edad suficiente para ello, Carlos se ocupó de preparar al pequeño Fernando como si fuera un guerrero. Le enseñó a manejar la cerbatana y un pequeño arco con flechas sin punta.
       Pero Fernando no mostraba interés en la cacería. No le gustaba matar y cuando logró su primera presa se echó a llorar de pena viendo aquella ave sin vida.
       Con cuatro años, ya estaba claro que Fernando no era un niño «normal». Prefería jugar con muñecas a correr detrás de los perros como los demás niños. Rechazaba participar en las partidas de caza, y en cambio recorría los senderos buscando bayas o yerbas para comer como hacían las niñas. Jugaba a las cocinas y preparaba tortas de casabe o yuca asada, pero era incapaz de destripar un pájaro pues no suportaba la sangre.
       Inevitablemente, casi todos sus amigos eran del género femenino.
       Con todo, lo más grave fue el día en que se puso un almohadón amarrado al vientre y dijo que estaba embarazado. Para su padre fue todo un golpe.
       Carlos llamó al brujo Emerando. Éste realizó unos sahumerios y preparó un cocimiento con yerbas que obligó a tomar al niño. Según Emerando, los malos espíritus se habían adueñado del niño y confundían a los buenos; con sus medicinas deberían irse, siempre y cuando los buenos tuvieran fuerzas para echarles.
       Fernando tuvo calenturas y vómitos. Durante tres días apenas comió nada, con unas diarreas espantosas.
       Al final Fernando se quedó casi en los huesos, pero recuperó el apetito. Sus padres esperaron ansiosos para ver qué juegos elegía.
       El niño buscó la muñeca que sus padres siempre escondían y se puso a vestirla, cambiándole los pañales y lavándola.
       Ainoa se echó a llorar. Carlos se tragó la rabia y optó por salir a cazar. Tal vez disparando su cerbatana contra alguna presa podría superar el mal trago.
     
Pasaron los años y Fernando se definió como un chico «raro». Le gustaba vestirse con ropas de mujer y le interesaban los temas típicamente femeninos. Nunca puso interés en jugar a la pelota y sí en cambio quería conocer todos los detalles contados por las mujeres del poblado; le encantaban los chismorreos y no se perdía una oportunidad para demostrar sus conocimientos del tema.
       Sólo había un aspecto de su comportamiento que agradaba a su padre. Y es que Fernando siempre salía con chicas. Tal vez finalmente se enamorara y saldría a la luz el hombre que, esperaba, estuviera dentro. En otras palabras, los espíritus masculinos terminarían por tomar el control de su alma.
       Pero Fernando casi siempre veía a sus amigas como compañeras, no como posibles amantes. Con ella no buscaba argumentos para llevarlas a la cama (lo que hacían otros chicos), sino que hablaba de temas como vestidos, moda, cosméticos, cocina… Ni siquiera intentaba toqueteos. Sus amigas lo trataban como si fuera otra chica.
       Con el tiempo, Fernando logró convencer a sus padres para llevarlo ante un especialista moderno. Incluso el hecho de «llevarlo» comportó una complicada negociación, ya que los mejores especialistas estaban en el Cinturón y sus padres no querían ni oír sobre un viaje hasta allá arriba. Finalmente acordaron alquilar un volador en el que viajaron los tres hasta Lima, donde les aguardaba una especialista en el tema. Lima era la ciudad más cercana a San Carlos y era fácilmente accesible desde la Torre Quito. Suponía una solución de compromiso para no tener que ir al Cinturón.
       La especialista, llamada Hilda, era una mujer de rasgos bistulardianos. Carlos se preguntó qué hacía alguien como ella tan lejos de su planeta, pero prudentemente no dijo nada. Fernando, por su parte, observó que la mujer era muy alta, tanto como él, lo que le dio más tranquilidad ante el futuro que le esperaba.
       Hilda realizó un amplio interrogatorio a los tres, tanto juntos como de forma individual y luego se quedó a solas con Fernando para completar el interrogatorio con una exploración corporal. Usó todos los medios técnicos disponibles en aquella clínica.
       El diagnóstico final fue muy claro: Fernando no se sentía hombre; aunque físicamente lo era, mentalmente era una mujer. El tratamiento propuesto sería muy drástico, tanto que primero debían asegurarse; no era cosa de precipitarse y realizar una intervención irreversible sin tener una total seguridad de que era necesaria.
       Por ello, Fernando se quedó en el centro una semana para un estudio psicológico muy detallado. Carlos y Ainoa volvieron al poblado, más bien tristes. Habían perdido un hijo y a cambio recibirían una hija no deseada.
       Los dos padres debieron volver para firmar los documentos de la intervención. El tratamiento estaba más que justificado, según Hilda, pero la autoridad imperial terrestre exigía que en estos casos la firma de los padres fuera con presencia física.
       Tras el trámite, Carlos y Ainoa volvieron una vez más a San Carlos. Por su parte, Fernando fue trasladado al Cinturón Ecuatorial.
       Pese a lo compleja y larga que podía resultar, la operación en sí tenía mucho de rutinaria. No era frecuente pero tampoco rara y se venía practicando desde hacía siglos con pocos cambios.
       Para empezar le sometieron a un tratamiento hormonal con estrógenos, antes de pasar a la cirugía.
       Llegado el momento del bisturí, le implantaron sendas prótesis mamarias, le reconstruyeron los genitales, le modificaron la voz con una intervención en la laringe, también le modificaron la pelvis (lo más complejo), ampliando ligeramente las caderas. Igualmente le colocaron un útero sintético, de tal forma que podría dar a luz aunque no concebir. Y le colocaron nanoimplantes neuronales en el cerebro para potenciar aquellas áreas típicamente femeninas, como el área de Broca que controla el lenguaje.
       De esa forma, Fernando se convirtió en Tahinoaya, el nombre de origen indio que adoptó para su cuerpo femenino. Los aspectos legales fueron solucionados rápidamente.
       La nueva chica bajó hasta su pueblo para que sus vecinos la conocieran. No encontró aceptación por parte de sus padres, lo que por supuesto no la sorprendió. Pero tampoco lo tuvo entre los demás. Se encontraba incómoda entre aquella gente que la miraba de reojo todo el tiempo.
       Tahinoaya decidió volver al Cinturón.


-2-
   
Para Tahinoaya, la vida en el Cinturón fue como empezar de nuevo en todos los sentidos. Empezar a vivir en un lugar claramente opuesto a la Naturaleza en la que había desarrollado su vida anterior. Y también empezar a ser mujer.
       La mayoría de las mujeres comenzaban a aprender a serlo antes incluso de que descubrieran las diferencias entre niños y niñas. Ya los propios padres volcaban sus expectativas en sus hijos y eso se notaba desde el mismo nacimiento. ¿Qué es lo primero que se pregunta cuando nace un hijo?
       Pero Tahinoaya se había criado como varón. Desde que nació fue un varón y como tal fue criada. Sólo cuando ella se dio cuenta de que era una mujer en cuerpo de hombre, sólo entonces se planteó su verdadera naturaleza.
       No era lo mismo. Le faltaba la naturalidad de las mujeres crecidas como mujeres. Intentaba imitarlas y lo que hacía era exagerarlo todo, actuar de una forma amanerada, poco realista.
       Se rodeó de unas cuantas amigas, y todas sabían cual era su caso. No era difícil, pues Tahinoaya era muy alta para ser mujer. En las operaciones de cambio de sexo, reducir el tamaño corporal era demasiado complejo y traumático, así que rara vez se hacía.
       Las amigas la ayudaban dándole toda clase de consejos. Cómo maquillarse, cómo elegir la ropa y los complementos, cómo moverse, cómo actuar ante otras mujeres y ante los hombres.
       Respecto al tema sexual, Tahinoaya descubrió alarmada una anomalía en su naturaleza femenina. ¡No le atraían gran cosa los varones!
       Cuando era Fernando había llegado a tener relaciones con mujeres, incluso con penetración. Y aunque se sentía mujer en muchos aspectos, nunca le tentó tener relaciones homosexuales con hombres.
       Ahora que era mujer seguía sin que le ilusionaran las relaciones con los hombres. Probó un par de veces (con chicos que ignoraban su naturaleza, pues para evitarse complicaciones ella no dijo nada) y las encontró bastante insatisfactorias.
       Y probó relacionarse con mujeres y le sorprendió comprobar cómo esta vez sí que era un sexo satisfactorio.
       ¡Ella era lesbiana! Tuvo que reconocerlo y eso le supuso un fuerte trauma.
     
¡Tal vez se había equivocado en el cambio de sexo! ¡Quizás seguía siendo un hombre, ya que le gustaban las mujeres!
       Hilda, la terapeuta, seguía estando a su disposición en el Cinturón, pues habitaba en el mismo sector latino a unos veinte minutos de distancia en rapidvía.
       Tahinoaya se entrevistó con su terapeuta y le confesó sus dudas. Pero ella se las despejó: ya lo había sospechado durante su análisis y no le pareció motivo para oponerse al cambio.
       Hilda se lo aclaró: cuando era Fernando y tuvo relaciones con mujeres, ¿fueron satisfactorias? La respuesta, no. Por lo tanto, no cabía duda: si ahora encontraba satisfactorias las relaciones con mujeres era porque lo hacía desde un enfoque también femenino, es decir netamente homosexual. Ella era una mujer y se sentía más a gusto con otras mujeres, lo que no tenía porqué ser raro.
       Eso sí, le aconsejó que no se cerrara a otro tipo de relaciones. Todo ser humano tenía algo de hetero y algo de homo, era cosa suya averiguar donde se hallaba su equilibrio personal.
     
Poco a poco, Tahinoaya se fue adaptando a la nueva vida.
       No era sencillo. En San Carlos había llevado una vida muy primitiva y las cosas que allí había aprendido ahora le servían de muy poco. ¿De qué valía reconocer las plantas comestibles si la comida la producía una máquina? Ahora, para comer le bastaba con seleccionar en una lista sus preferencias, y en cuestión de segundos aparecían los platos solicitados; y ni siquiera importaba si la selección no era adecuada, pues estaban enriquecidos con todos los nutrientes básicos, y también micronutrientes. Uno podía elegir papas guisadas, que las vitaminas y minerales que faltaban se les añadían.
       Tuvo que aprender muchas cosas básicas para poder vivir en aquel mundo tan tecnificado como era el Cinturón.
       También se vio obligada a realizar una actividad económica. En la sociedad del Cinturón, todas las necesidades quedaban cubiertas pero se esperaba que todos los habitantes cooperaran a la economía global. No era totalmente obligatorio y así se permitía que hubiera vagos que no hacían nada, pero éstos sólo recibían las necesidades más básicas; para cualquier «lujo» debía realizarse una actividad que lo compensara. La definición de lujo era muy amplia, pues incluía cosas como variedad en la comida o poder tomar refrescos en vez de agua; y a partir de ahí en general…
       La actividad podía tratarse de cualquier cosa que resultara útil para los demás, según unos esquemas determinados (que por supuesto Tahinoaya no comprendió en lo más mínimo). Pero entendió que podía aprovechar sus conocimientos acerca de la Naturaleza y se dedicó a enseñar supervivencia en los medios naturales. Nadie asistía a sus clases, pero eso no tenía importancia: las clases se daban en forma virtual. Ella las grababa y pasaban a estar disponibles por cualquiera interesado.
       El acceso a las clases quedaba registrado, por supuesto, y la compensación económica dependía del número de accesos y del interés manifestado por sus seguidores. Tahinoaya se sorprendió cuando su cuenta se elevó unos cuantos dígitos.
       Tuvo que consultar con sus amigas lo que significaba aquello. Y ellas le explicaron que podía adquirir determinados lujos, normalmente poco accesibles. Hablaron de créditos y de cifras hasta dejarla mareada.
       Una cosa sí tuvo clara y la aprovechó de inmediato para renovar su guardarropa. Acompañada de Teresa, su más íntima, visitó varias tiendas, tanto físicas como virtuales, y eligió toda clase de «trapitos». Con frecuencia, Teresa debía convencerla de que no podía ir por las calles y pasillos vestida de forma muy llamativa y espectacular, que tales prendas debía reservarlas para casos muy especiales.
       Finalmente, adquirió un buen número de vestidos de uso diario, sencillos pero de gran calidad; pero también un conjunto espectacular para fiestas.
       Otro consejo de Teresa: racionar las fiestas. Ella misma la acompañó a dos o tres, pero Tahinoaya apenas se perdía una fiesta si era invitada. Y en contadas ocasiones eligió algún componente del conjunto espectacular; sólo una vez lo llevó completo: un mono plateado, muy ajustado, de brillo perlado y que dejaba ver bastante piel por diversas aberturas, completado con unos zapatos de gel musicales, un gorro ajustado al cráneo, guantes perlados, un faldellín transparente como gasa y de adornos anillos, zarcillos, pulseras y collares, además de varios implantes para colocar en los dientes y labios y otras partes de la cara.
       Se convirtió en el centro de admiración de todos y todas. Tanta expectación resultó, de hecho, molesta, y la joven aprendió la lección: sólo si quería llamar realmente la atención debía vestir así.
       Otro problema de las fiestas: no podía consumir sin control. Sobre todo aquellas bebidas cargadas de sustancias estimulantes que le podían hacer perder la voluntad.
       Tras dos experiencias algo desagradables, una de ellas con un chico bastante sinvergüenza, decidió que sólo tomaría zumos de frutas y eso si tenía suficientes garantías.
       Por pura suerte (según le explicó Teresa), ninguna de las sustancias creaba hábito. Ante su incomprensión, su amiga le habló de las drogas y de cómo los adictos perdían toda su libertad a cambio de conseguir sus dosis. Empezando por la droga más fácil de conseguir, y la más habitual: el alcohol.
     
Tras unos años de vida en el Cinturón, Tahinoaya ya se comportaba como una mujer más o menos normal.
       Era capaz de realizar todas las labores típicas del hogar sin tener que consultar a nadie. Gracias a su robot asistente, todo lo que debía hacer era programarlo y ordenarle que hiciera una cosa o la otra.
       Para las comidas aprovechaba también la automatización: su autococina se encargaba de adquirir los materiales que pudiera necesitar. Ella se limitaba a decidir lo que quería comer y, si acaso, a introducir nuevas recetas que conseguía.
       Seguía con sus clases. Había descubierto el placer de la búsqueda de información para ampliar sus conocimientos. Ella misma se apuntó a diversos grupos como alumna.
       Se relacionaba con gente de todo tipo, hombres y mujeres. Los hombres, casi de forma invariable, iban siempre a lo mismo y ella a veces lo aceptaba, pero era algo poco frecuente. Con las mujeres tenía relaciones de todo tipo, desde simples amigas hasta amantes ocasionales.
       Asistía a alguna que otra fiesta, iba a espectáculos públicos, visitaba museos, y también tiendas. Incluso viajó por todo el Cinturón.
       Pero sentía que su vida carecía de un objetivo. Algo le faltaba para completarla.
       Recordando a Hilda, su terapeuta, se convenció de que lo que le faltaba podía hallarlo en Bistularde.
       Se apuntó a un grupo de emigración.

(Continuará...)

19 junio 2013

El último barquero

Adguetón subió a su pequeña barca, y partió de la rada que le servía de puerto, en la costa de Ycoden. Su esposa Catayda le hizo la seña de adiós con la mano. Ella quedó en la choza, con los dos niños.
      Adguetón estaba solo en su barco, pues era el último pescador de la isla de Achineche. El propio mencey de Ycoden, Benirze, le había recomendado que abandonara la costa y se fuera, con los demás, a las cuevas de lo alto; justo lo que habían hecho todos en la isla, huyendo de las razias, las incursiones de los extranjeros del continente.
      Venían en sus grandes barcos, armados con esas armas que llamaban cimitarras y flechas, y apresaban hombres, mujeres y niños. Aquellos que eran hechos prisioneros nunca volvían, era igual que si murieran.
      Los guanches podían luchar contra ellos, siempre que consiguieran atraerlos a algún barranco donde poder enfrentarse con piedras y banotes a las cimitarras y flechas; y a los escudos que también llevaban. Pero los extranjeros se conformaban con capturar gente en la costa y sabían que entrar en los barrancos era caer en alguna trampa, así que se limitaban a llevarse los prisioneros que podían conseguir en el primer ataque.
      Así pues, todos los menceyes acordaron, en un tagoror celebrado en Arautava, que abandonarían los poblados de la costa. Y se prohibió la pesca con embarcaciones.
      Adguetón era un achimencey, un noble, por eso Benirze no quiso ordenarle, solo le recomendó que dejara de navegar. Y aunque destruyeron las barcas de los achicaxna,  los plebeyos, la suya se salvó de la quema. Adguetón prometió obedecer, pero primero tenía que capturar unos cuantos atunes para secarlos y salarlos, pues nunca más disfrutarían de su rica carne.
      Ningún plebeyo quiso acompañarlo esta vez, por miedo a que Benirze se enfadara. Bien, Adguetón podía navegar solo, y pescaría él solo tantos atunes como pudiera. Su carne sería para Catayda y los niños, y no la probarían aquellos cobardes.
      Catayda no quiso impedir la salida de su esposo, sabía que su determinación era total. Pero en su corazón temía por él. Eso sí, no dijo nada y los despidió como si aquella fuera una expedición de pesca como cualquier otra.
     
El mar estaba tranquilo, las olas no eran grandes y el cielo estaba despejado. Soplaba el viento de levante, pero cambiaría durante el día, pues ya se veían a lo lejos las nubes en el nordeste. Adguetón maniobró la pequeña vela para aprovechar el viento y se dirigió a la mar lejana, con rumbo norte.
      Perdió de vista la costa cercana, pero aún tenía a la vista el Echeyde cuando soltó el sedal con un buen sebo. Tardó un buen rato, pero al fin sintió que habían picado. Gracias a Achamán, tuvo fuerza suficiente para tirar de la cuerda y subir un pez de buen tamaño. Un atún hermoso. Adguetón le dio un golpe en la cabeza con el banote que siempre llevaba, y el animal dejó de debatirse.
      Volvió a soltar sedal, y aguardó mucho tiempo antes de notar el tirón. Pero en esta ocasión fue esfuerzo baldío: el anzuelo se rompió y la presa pudo soltarse, huyendo.
      Maldiciendo a Guayota, Adguetón puso el anzuelo de reserva, uno que había confeccionado con brezo y pulido con piedra pómez. Colocó el último trozo de pulpo y lo dejó caer a la mar.
      El tiempo estaba cambiando, así que aquel sería el último intento. Tanto daba si Achamán lo ayudaba de nuevo o si las tibicenas, las hijas de Guayota, intervenían para molestarlo.
      Aún apretaba Magec, el sol, y Adguetón tuvo que comer gofio del zurrón. Bebió un buen trago de agua y por fin notó que el sedal se movía. Tiró con fuerza, con más fuerza, al límite de su cuerpo, y consiguió un enorme atún, casi tan grande como él.
      Achamán le había ayudado, por cierto. Ya tenía todo el pescado que podía capturar él solo.
      Subió la piedra que usaba como ancla y desplegó la vela para aprovechar el viento del nordeste, que ya soplaba con fuerza.
      Magec se había escondido tras las nubes. Estas eran oscuras: parecía que iba a llover. Debía darse prisa.
      El Echeyde apenas era visible, pero el rumbo sur era evidente.
      Por fin pudo ver la costa. Estaba muy hacia el este, aquello parecía ser Acentexo. Y allá, hacia el oeste, estaba su casa.
      ¡Y un barco! Con la bandera de la media luna, ¡piratas bereberes!
      Se refugió en una caleta de la costa cercana. No había nadie a la vista, pues sin duda habrían huido hacia las cumbres al ver el barco.
      Adguetón escondió su barquichuela. No quería perderla, pues ya no quedaban artesanos capaces de confeccionar las tablas para hacer barcos, de unirlas con fuertes sogas, de calafatearlas con brea de pino. Él era la última persona de la isla que aún tenía vagos conocimientos de todo aquello.
      El viejo Gadarfía había sido el último artesano capaz de hacer todo eso con habilidad. Pero llevaba muerto varios años, y nadie quiso aprender sus difíciles artes. Adguetón lo había visto trabajar muchas veces y algo había aprendido; al menos podía cortar algunas tablas de los árboles, y hacer los agujeros para sujetarlas con recias cuerdas de piel de cabra. Más difícil era sacar la brea de los pinos y usarla para impermeabilizar las barcas.
      Otra artesana desaparecida era Hidácil, la cosedora. Solo ella había sido capaz de preparar aquellas pieles de oveja, tan finas que casi no pesaban, y tan fuertes que soportaban el viento; ella las había cosido hasta formar una vela y las había impregnado de sebo para hacerlas resistentes al agua: aunque lloviera, la vela no se haría más pesada. Decía Hidácil que las mejores pieles para las velas eran las de oveja. Muerta Hidácil, ya no quedaba nadie capaz de coser una vela completa, aunque Adguetón era capaz de reparar las dos que aún le quedaban.
      Pensando en aquellas cuestiones, el pescador aguardó hasta la puesta del sol. De vez en cuando se asomaba a lo alto del barranco, desde donde aún podía apreciar el barco de los bereberes.
      Se puso el sol y Adguetón se echó a dormir en la arena, cerca de su barca. Cayó una lluvia fuerte, y tuvo que esforzarse en vaciar el agua que entraba en su pequeño navío, usando el gánigo que tenía para tales menesteres.
      Al amanecer, volvió a mirar hacia el oeste. No había señales del barco extranjero.
      Adguetón recogió toda el agua que pudo en el fondo de la barca, y luego la empujó hasta flotar. Los dos pescados empezaban a oler con fuerza, si no los ponía a secar enseguida todo su trabajo sería en vano.
      Navegó hacia el oeste. Cerca de la costa de Ycoden, una columna de humo le hizo temer lo peor.
      Llegó a su caleta y buscó a su mujer y sus hijos. No los veía por ningún lado.
      De los restos de su cabaña salía la columna de humo.
      Adguetón gritó su rabia. Se echó a correr gritando los nombres de su mujer y de los pequeños.
      Nadie respondió.
      Estuvo a punto de abandonar los dos pescados, pero con un último esfuerzo se sentó, cogió la tabona y los abrió por el centro. Limpió las tripas y los dejó al sol.
      En los restos de su vivienda halló un poco de sal, que echó sobre los pescados.
      Todo el día, Adguetón permaneció junto a lo que quedaba de su vivienda. Tenía la esperanza de que Catayda hubiera huido a la cumbre con los dos niños; en tal caso, volvería cuando supiera que los extranjeros habían embarcado.
      Pero no vino nadie. Adguetón se echaba a llorar, cuando no tenía que vigilar el secado de los atunes.
      Pasó la noche en el suelo de roca, húmedo y frío.
      Por la mañana, estaba aterido, le goteaba la nariz, pero a Adguetón no le importaba nada. Estaba sucio, pero le daba igual.
      Recordaba que, en cierto momento de la noche, las tibicenas lo habían visitado para llevarse los pescados. Él las había ahuyentado a pedradas. ¿Eran tibicenas, o eran simples perros vagabundos? ¡Lo mismo daba!
      Por la mañana, vio venir un grupo de hombres. Eran Benirze y sus principales achimenceyes.
      —¡Adguetón! —dijo el mencey abrazándole—. ¡Lo siento mucho! ¡Se llevaron a tu gente!
      No hacía falta que dijera: «yo te avisé».
      Adguetón no respondió. Se echó a llorar, sin importarle que eso le rebajara ante sus iguales.
      Por fin, Adguetón buscó entre los restos de la cabaña algunas de sus pertenencias, aquellas que habían sobrevivido al fuego: unos gánigos y tabonas. Todo lo que era de madera o piel se había convertido en cenizas.
      Cargó con el trozo de atún más grande, y los otros hombres se repartieron los demás trozos. El pescado estaba seco, así que nadie se manchó con sangre. Aunque el oficio de carnicero era de muy baja categoría, un pescador achimencey como Adguetón podía cortar y mancharse con la sangre de los pescados cuando no hacerlo significaba perderlos. Adguetón siempre había preferido que fuera un achicaxna el encargado de abrirlos y limpiarlos, pero esta vez había estado solo; además, en su dolor no le había importado ensuciarse con sangre.
      Tampoco le habría importado que lo rebajaran a la casta de los plebeyos.
      En las cumbres de Ycoden, Adguetón vivió los restantes días de su vida. Solo, en una triste cueva donde unas espinas recordaban los últimos atunes.
      Cuando algún joven le pedía que le enseñara a fabricar un barco, el siempre decía—: ¡no!
      Y así fue como Adguetón fue el último barquero. Los guanches olvidaron el arte de navegar, y sólo se acercaron a la costa a coger mariscos, erizos y, si acaso, pescar desde la costa.
      Nunca más pudieron comer atún.

14 junio 2013

¿Quien mueve los hilos del mundo?

Oscar Enrico Trevere Tertuesa tiene una catorceava parte de mi persona, así que no es de extrañar que sea un pobre pringado.
Hijo ilegítimo de Le Corbusier, algo de genialidad de su padre ha de haber heredado, pero es una genialidad frustrada.
Ya en el tramo final de su vida, ha dado con una novela que nos abrirá los ojos a todos, que nos hará ver como todos somos títeres; y nos preguntaremos ¿quién mueve realmente los hilos? ¿Anghela Merkel? ¿Obama? ¿El Papa Francisco? ¿El Monstruo Espagueti Volador?
Mi sugerencia es que se den prisa en comprar el libro, no sea que la CIA lo secuestre. Si te decides, sigue este enlace
Y se preguntarán ustedes, ¿qué tengo yo que ver con ese tal Oscar Enrico? Pues ya lo dije, soy un catorceavo de ese autor. El nombre es un anagrama de Catorce Autores Irreverentes, los catorce locos que hemos parido este cadáver exquisito en forma de novela negra.
Cada autor compuso un capítulo, partiendo de donde lo dejó el anterior, y procurando mantener el suspense, muchas veces complicando la trama hasta extremos inverosímiles. El resultado es una novela sorprendente, que hay que leer hasta el final para saber si el asesino es el mayordomo, o el detective. Es broma, si que hay asesinatos, pero no es una novela policíaca al uso. Es una novela donde los giros de la trama sorprenden a cualquiera, donde los cosas no son lo que parecen y siempre hay una sorpresa al lector en la siguiente página.
¡Ah! Para completar el trabajo, primero compusimos pequeños capítulos intermedios, a modo de entremeses que enriquecen la trama. Y al final compusimos la biografía del autor ficticio, a modo de otro cadáver exquisito. Sugiero al lector atento que intente deducir qué trozo de la biografía de Oscar Enrico ha sido escrito por cada autor...