15 julio 2014

EL ÚLTIMO SUEÑO - 2

Fernando no lo creyó, pero una semana más tarde recibió una llamada de un prestigioso gabinete, al que tuvo que ir. Allí le confirmaron la carta, y le pusieron a régimen. Un mes más tarde, ya estaba en condiciones de aparecer en los medios de comunicación. «El abuelo que pide ir a morir a la Luna».
No lo dejaron tranquilo. Desde sus familiares hasta desconocidos que decían que estaba loco. Su hijo pidió revisar el testamento, pues sospechaba que la herencia sería para Andrew Collins (pensó en hacerlo, pero los representantes le advirtieron contra ello: no hacía falta y sería contraproducente; además, la suma que podría aportar sería ridícula frente a lo que hacía falta).
Otros lo admiraban, e incluso lo envidiaban. Su mujer se debatía entre el llanto y la comprensión. Pero al fin lo aceptó.
Tuvo que aprender idiomas: aparte del inglés, ruso y chino mandarín.
Luego tuvo que viajar a Rusia, para recibir entrenamiento espacial. Aunque los chinos ponían el vehículo, no tenían facilidades para los turistas espaciales, algo que sí tenían los rusos. Fernando entrenó en una cápsula Soyuz partiendo de la base que la cápsula china sería una copia.
Por fin, Fernando viajó a China. Allí descubrió que su mandarín era tan pobre que le entendían mejor… ¡en español! Por fin pudo practicar en un simulador idéntico a la cápsula, conoció a los dos taikonautas que irían con él, y pudo probar el módulo de descenso. Bajaría en modo automático, porque no podían enseñarle a pilotarlo. Y, pensaba Fernando, si se estrellaba tampoco importaría mucho…
Los medios de comunicación se mantenían aparte, por necesidades del entrenamiento. Pero todas las semanas tenía una entrevista con algún periodista. Y todos los días hablaba, por internet, con su esposa.
Llegó el día. Fernando se despidió de su mujer, desconectó la pantalla y se vistió el mono naranja. La ropa interior era especial: no tendría que quitársela hasta estar ya en órbita. Luego se puso el equipo espacial, sobre el mono.
Allí estaban sus dos colegas. Y el resto del equipo.
Salieron al exterior, bajo los flashes de las cámaras. Medio mundo les estaba contemplando, en directo o más tarde en forma grabada. La primera expedición china a la Luna llevaría un pasajero, para quedarse; los otros dos hombres harían sus estudios en órbita y por fin regresarían a la Tierra.
Entraron en el cohete. Fernando sentía que la tensión le subía más y más; pero ninguno de los monitores dio la señal de alarma.
Los asesores les sujetaron a los asientos y por fin salieron. La escotilla de salida se cerró, dejándoles solos y encerrados.
Fernando sólo tuvo que decir «OK» cuando le preguntaron, en inglés, como estaba. Sus compañeros dieron más detalles de las lecturas, en chino. Él podía seguirlas pero se alegraba de no tener que dar más información.
Por fin, todos se callaron. Sólo llegaba la lectura de los segundos de la cuenta regresiva. En chino, por supuesto.
«3…2…1…Ignición»
Una tremenda fuerza los hizo cuatro veces más pesados. El ruido era infernal y la vibración hacía creer que todo saltaría en pedazos. Pero abandonaron la Tierra.
El peso, el ruido y las vibraciones duraron sólo unos minutos. Desaparecieron y Fernando sintió por primera vez la repentina falta de peso de la ingravidez.
Sólo unos minutos, pues pronto se desprendieron de la primera fase y volvió la aceleración. Ahora más suave, pues era menor la aceleración.
Por fin llegaron a la órbita. Los dos tripulantes chinos se soltaron y se quedaron flotando. Uno de ellos se acercó a Fernando, quien ya se estaba soltando.
—¿Cómo se encuentra? —preguntó, en inglés.
—Bien —respondió Fernando, en chino.
Quería que le dejaran tranquilo para sentir la falta de peso. Tenía unos cuantos minutos libres hasta pasar a la segunda parte del viaje, cuando encenderían los cohetes para abandonar la órbita. Rumbo a la Luna.
Mientras, deseaba ver la Tierra como nunca la había visto. Y despedirse de ella para siempre.

Fueron tres días de viaje. Fernando convivió con sus colegas y ayudó a realizar labores de mantenimiento. Incluso colaboró en dos experimentos; a fin de cuentas, en algo tenía que entretenerse, los otros dos no estaban a su servicio aunque él fuera de pasajero.
La Luna ya estaba bajo ellos cuando llegó el momento de las despedidas. Fernando ya había hablado con su mujer, y con dos periodistas. Abrazó a los dos taikonautas y por fin se fue a la cápsula lunar (como la llamaban los chinos).
—Aquí Fernando Jiménez en la cápsula lunar. Todo en orden, a la espera de que se inicie la secuencia de viaje.
Uno de los taikonautas puso en marcha el control remoto del vehículo lunar. Éste se separó de la cápsula principal y encendió los cohetes para caer hacia la superficie de la Luna.
Todo fue como la seda. El vehículo se posó en el Mare Imbrium, cerca del Sinus Iridum, tal y como estaba previsto. Fernando no tuvo más que decir, con voz emocionada «¡Estoy en la Luna!» y varios millones de personas, en la Tierra, compartieron la misma emoción.
El viaje de Fernando estaba teniendo un seguimiento mediático comparable al del Apolo 11 en 1969. La agencia espacial china nunca imaginó que el primer viaje de sus taikonautas a la Luna, sin siquiera descender, pudiera tener tanto éxito en los medios; desde luego, eso influyó y mucho a la hora de aceptar la estrambótica propuesta de Mr Collins, años atrás.
Los detalles de su permanencia en la Luna habían sido discutidos con Collins durante algunas semanas. Fernando no quería ser motivo de gastos innecesarios, así que su plan era tomar las pastillas tan pronto como sintiera que ya estaba en la Luna. Pero ni Collins ni los chinos querían oír tal cosa. Al final, Fernando aceptó el plan propuesto.
Durante un bueno rato, se dedicó a escribir, a lápiz, sus últimas memorias para dejarlas en la cápsula lunar. Los chinos tenían la intención de probar el vehículo y la parte superior regresaría a la órbita. Vacía, pero como si llevara uno o dos taikonautas en su interior.
Por fin, Fernando tomó la que sería su única comida en la Luna, un poco de zumo. Luego se puso el casco y se colocó la mochila de supervivencia. Solo, por supuesto, pero la poca gravedad le ayudó.
Entonces, Fernando vació el aire de la cápsula lunar. Abrió la escotilla y salió por ella. La puerta se cerró por control remoto.
Tenía que alejarse unos quinientos metros, algo nada sencillo para quien nunca antes había caminado con un traje espacial por la superficie polvorienta de la Luna. Comprendió enseguida porqué los astronautas de los Apolos se movían tan raro en sus salidas lunares.
Le avisaron por radio.
—Fernando, encienda la cámara y enfoque la cápsula.
Hizo lo que le ordenaron.
Se encendió un fuego en el centro del vehículo lunar, y la parte superior salió disparada. A Fernando le extrañó el silencio. Algo que fue interrumpido por la misma voz en la radio.
—Adiós, Fernando —en español.
Y una voz, conocida, de mujer que también pudo oír.
—Adiós, mi amor.
—Adiós —respondió él. Ella le oiría, si acaso, algo más de un segundo después.
Era el momento. Fernando succionó del otro tubito. El que contenía la solución mortífera.
Sabía bien. Pero también sabía a muerte.
Se sentó sobre una roca. Empezaba a sentir sueño.
Estaba cansado. Pero feliz.
Estaba en la Luna. Sobre la Luna.
Dormiría y ya no despertaría.
¿Vendría alguien, años más tarde, a recoger su cuerpo?

(Enlace a la primera parte)

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