La nave espacial Shalaom se detuvo
en órbita alrededor de la Tierra. El planeta estaba irreconocible, pues no en
vano habían pasado 35 millones de años desde que lo abandonaron rumbo a la
galaxia de Andrómeda.
Sus tripulantes
procedían casi todos de una pequeña zona del planeta, la coste este del
Mediterráneo, muy cerca de Egipto y de Arabia, con Siria y la antigua Fenicia
como límites al este y norte. Una tierra regada con sangre desde hacía miles de
años.
Un grupo de
habitantes de esa tierra, llamada por unos Palestina y por otros Israel, había
decidido huir hacia delante. Huir en el tiempo. Lanzarse a un viaje muy largo,
de millones de años luz, a velocidades relativistas. Dejar que pasara el tiempo
a ver si al regreso se habrían solucionado los problemas.
En espera de que
alguien hallara la solución definitiva al eterno conflicto.
Dieron el nombre
de la paz en las respectivas lenguas, shalam y shalom. Y se comprometieron a no
practicar culto alguno en la nave: precisamente los cultos religiosos habían
sido una de las causas de tanto derramamiento de sangre.
La nave Shalaom
partió hacia la vecina galaxia de Andrómeda, M-31 a una velocidad muy cercana a
la de la luz. Tan cercana que el tiempo se ralentizó para sus ocupantes.
Mientras para ellos apenas transcurrían unos años, en la Tierra pasaron
millones.
Vieron cosas
increíbles. Aunque no podían verlas con detalle, por su enorme velocidad (no
podían frenar pues eso habría significa muchos años de demora, entre recortar
la velocidad y luego recuperarla).
Lo más
increíble, unas estructuras entre las estrellas, cerca del núcleo. Una especie
de trama visible de cientos de años luz, y por supuesto de origen artificial.
No sabían ni lo que era ni para qué podría servir.
Pero lo raro es
que algo así tendría que verse desde la Tierra, con los telescopios más
potentes. ¿Por qué no se había visto antes de partir la nave?
Sencillamente,
porque debían pasar dos millones y medio de años para que aquellas imágenes
llegaran hasta la Tierra.
Y aún había
miles de otras maravillas que habían podido contemplar.
Todo eso quedaba
atrás.
Los tripulantes
de la nave observaron con atención la que fuera su antigua tierra.
¡Ya no existía!
Los continentes
de Asia, África y Europa se habían fundido. El mar Mediterráneo era un pequeño
lago, que desaguaba a través del que fuera el río Nilo. La antigua costa de
Marruecos, Argelia, Túnez, Libia y Egipto se había fusionado con las de España,
Italia, Francia, Grecia y Yugoslavia, formando una cordillera cuyos picos superaban
los diez mil metros. Turquía había absorbido el mar Negro. Quedaba un pequeño
mar interior, más un gran lago que otra cosa, en la costa del Líbano y sur de
Anatolia.
El Nilo había
cambiado de sentido y ahora corría hacia el sur. El mar Rojo ahora era parte de
un gran océano, y Arabia se había unido por el norte con el continente
asiático, mientras un trozo del este africano se había convertido en un
continente isla. En ese mar desaguaba ahora del neo-Nilo.
Palestina o
Israel se habían convertido en enormes montañas que rodeaban un mar
curiosamente redondo.
Aquella forma
redonda del lago, que alimentaba el neo-Nilo, daba que pensar. Se envió una
expedición a explorar la zona.
Ni qué decir
tiene que no había señales humanas. Todo resto humano, en todo el planeta,
había desaparecido hacía millones de años. De hecho, no había forma de saber
qué había sucedido con la especie humana.
El mamífero más
desarrollado parecía ser un descendiente de las ratas. Estaban por todos lados,
y muchas de ellas eran bípedas y cazadoras en manada. Tenían más de un metro de
alto y parecían ser inteligentes. Un expedicionario aseguraba haber visto armas
de piedra, pero no pudo confirmarse.
En la antigua
Tierra Prometida, las paredes vitrificadas, la contaminación radiactiva (pese a
los millones de años transcurridos) hablaron con toda claridad: allí se había
aplicado la solución definitiva al problema palestino e israelí.
Una enorme bomba
nuclear había barrido miles de kilómetros alrededor.
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