Luis comprendía que su disyuntiva no era ni siquiera original. Era el mismo problema que afectaba a todo Bistularde, la elección entre el modernismo tecnológico y la cultura tradicional nativa.
Parecían incompatibles, lo que obligaba a decidir entre una y otra forma de vida. Los terrestres, representados por la Unión Latina, habían llegado para quedarse. Y aunque no siempre se imponían por la fuerza, tenían medios con que los nativos no podían siquiera soñar. Por mucho que se quisiera mantener los usos y costumbres de siempre, los terrestres podían lograr algo parecido de forma mucho más fácil.
Sin embargo, los mismos latinos no olvidaban su origen, fruto de otro mestizaje cultural. Ellos, en términos generales, solían estar abiertos a nuevas formas de mestizaje; y así valoraban aquellos aspectos nativos que encontraban de interés. No siempre imponían sus propias costumbres.
Un ejemplo muy llamativo entre todos los planetas humanos. Los bistulardianos, fueran de origen terrestre o nativo, adoptaban las relaciones sexuales en trío con mucha facilidad. Ese había sido el producto cultural de Bistularde que más rápidamente se había adoptado por los colonos. Pero no era el único, aunque sí el más sugestivo.
Las mismas poblaciones variaban desde la altamente tecnificada Nueva Lima (que parecía una ciudad terrestre), hasta los miles de pequeños poblados que seguían manteniendo la estructura nativa, con chozas de barro y paja… a veces el barro y la paja se sustituían por plásticos o metales, pero la forma y disposición interna seguían siendo las mismas. Eso sí, dentro de aquellas chozas no era raro encontrar un calentador de microondas, un comunicador o un asistente personal. Y tal vez las camas fueran de gel espuma, en vez de hojas frescas. Pero los pobladores seguían adorando a sus dioses, hablando su lengua y vistiendo como siempre lo habían hecho.
Junto a las primeras torres ecuatoriales que llegaban hasta la órbita geoestacionaria, se levantaban toscas cabañas primitivas.
Luis comprendió al fin que la disyuntiva era falsa. No tenía necesidad de elegir.
De hecho fue la propia Bliona quien le facilitó la respuesta a su dilema personal.
Lo primero que había hecho Luis al quedarse en el pueblo por cinco días con el permiso del jefe, fue comprobar el uso del hierro. No lo vio en ninguna de las cabañas personales, ni siquiera en las del jefe o del brujo. Pero sí en el templo.
Había una construcción de madera dedicada al Primer Trío, formado por los tres dioses Kimla, Aemen y T’Jum. Esa construcción tenía clavos de hierro para reforzar las uniones. Todo ello bien recubierto de látex, para evitar la oxidación de los clavos.
Para los sacrificios rituales había cuchillos ceremoniales, también de hierro. Se mantenían bien afilados y engrasados, de nuevo para evitar su oxidación.
Bliona le comentó que el gran problema de la esencia del cielo (el hierro) era que se pudría con el agua, por eso había que mantenerla alejada del agua todo lo que fuera posible. También le dijo que había otros instrumentos de hierro usados para la construcción del templo y para su mantenimiento, además de algún otro para el cultivo de la tierra.
Al tercer día, Luis quiso conocer la fuente del metal. Ella dudó, pero él le recordó su promesa y finalmente ella aceptó.
Salieron del pueblo y caminaron por un sendero muy poco transitado que cruzaba la floresta hacia una colina cercana.
Bliona vio una piedra en el suelo y la recogió.
—¡Mira! —dijo—. Es la amante de la esencia.
—No te entiendo.
—Esta piedra siente una gran atracción por la esencia del cielo. Nos servirá para reconocerla. Observa.
Bliona se quitó del pelo su pinza de hierro y la acercó a la piedra. Ésta se pegó con fuerza.
—¿Ves como se aman?
Luis asintió. No era minerólogo pero había reconocido el mineral. Era magnetita.
—¿Hay muchas piedras como éstas?
—Sí. Hay algunos sitios donde es muy abundante.
—¿Y ustedes qué hacen con ellas?
—Nada. Sólo sirven para reconocer la esencia pura.
Gritmon los vio salir. Sabía bien a donde iba a conducir ella al extranjero. ¡Pensaba revelarle su mayor secreto!
Les siguió en silencio, tras haber preparado su cerbatana de fuego. Puso el polvo de fuego y la bola de metal, y lo apretó todo bien como ya sabía. Tenía también preparada la máquina de hacer chispas.
Caminaron durante varios kilómetros y finalmente llegaron a una depresión circular. Luis miró hacia todos lados.
¡Era un cráter de meteorito!
Bajaron por la pendiente, llena de rocas sueltas y donde no crecían más que algunos yerbajos.
Bliona llevaba el trozo de magnetita y cada vez que veía algo interesante le acercaba la roca. Hasta ahora, sin éxito.
Finalmente, la magnetita se quedó adherida a un trozo de roca rojo-negruzca.
—¡Aquí la tenemos! ¡Esta es una roca de esencia!
Luis no la cogió, porque no le hacía falta. Tampoco lo hizo Bliona.
Era hierro meteórico, eso sin ningún género de dudas. Restos del meteorito que produjo aquel cráter hacía quien sabe cuantos años.
Según las leyendas, Lomer, el Señor de las Rocas del cielo, envió rocas con metales para que los j’mintes las aprovecharan.
Estaba claro que se refería a un impacto de meteorito ferroso.
—¿Sabes si hace mucho que se produjo este agujero, Bliona? Según me has contado, Lomer envió una roca del cielo, ¿no es así?
—Este agujero se produjo hace mucho tiempo, tanto que nadie lo recuerda.
—¿Y todos los j’mintes usan la esencia del cielo?
—Sí, claro. Es lo que tengo entendido, aunque nunca he visitado otros pueblos.
—¿Ellos vienen aquí?
—¡No! Sólo nosotros. Pero hacemos cambios.
—¿Por ejemplo?
—Para hacer el polvo de fuego nos hace falta polvo del volcán y sal picante, creo que ya lo sabes.
—Sí, azufre y salitre que se mezclan con carbón, polvo de madera quemada.
—Sí, eso mismo. Pues cambiamos clavos o cuchillos de esencia por polvo de volcán con una gente que puede conseguirlo.
—Y supongo que harán otros trueques con otros grupos j’mintes.
—Sí.
Entretanto, habían ido andando de regreso al poblado. Luis de vez en cuando consultaba su tableta de comunicaciones, lo que Bliona llamaba «la caja de palabras», no porque necesitara traducción, sino porque mantenía un control de lo que sucedía a su alrededor. La tableta tenía un sensor espía, conectado a un chip que había colocado en el pelo de Gritmon. No se fiaba ni lo más mínimo del jefe.
¡Tal y como imaginaba! Gritmon andaba cerca de ellos, les estaba siguiendo.
Luis comprendió el peligro que corrían justo a tiempo. Vio que el jefe estaba escondido detrás de un arbusto y que se encontraba sospechosamente quieto.
—¡Al suelo! —gritó, a la vez que empujaba a Bliona. Bulis, a quien llevaba en brazos, se echó a llorar al darse contra el suelo pese a que su madre la protegió del golpe.
Se oyó una explosión muy cercana y un trozo de corteza saltó del árbol que estaba al lado. Justo donde Luis tenía su cabeza un segundo antes.
Luis no lo pensó más. Tomando su pistola láser, disparó en la dirección de la explosión.
Oyó un grito de dolor.
Manteniendo el arma a punto, separó las ramas que ocultaban a su atacante. Era Gritmon, tal y como había supuesto, que se aferraba un brazo. No tenía otras heridas.
Regresaron al pueblo. Bliona llevaba a la niña, que tenía un morado en la cara fruto del golpe recibido al caer su madre. Luis llevaba a Gritmon, con un brazo en cabestrillo, gracias a la pericia de Bliona; ella le había curado el brazo demostrando que sus conocimientos de curaciones y magia estaban a la altura requerida.
Todo el mundo se les acercó preguntando lo que había pasado. Luis se negó a contar nada, tan sólo pidió reunirse con Sipret.
El padre de Bliona montó en cólera al oír lo sucedido, pero no lo demostró. Sólo dijo: —Gritmon, tal vez debas reconsiderar tu jefatura. Es posible que no seas adecuado. ¿Estás dispuesto a conceder la oportunidad a otra persona?
Gritmon sabía bien lo que le esperaba. No podía negarse.
—Acepto. ¿Quién será esa persona? ¿Acaso este extranjero?
—¡No, por favor! —exclamó Luis.
—Creo que Loneia estaría dispuesta. Pero he de preguntárselo, antes de someterlo a consulta del pueblo.
—Disculpa, Sipret, pero hay un par de cosas que desearía saber ahora mismo de ti —intervino Luis.
—Puedes preguntar.
—Bliona me mostró una piedra que encontró en el suelo. Dijo que era la amante de la esencia.
—Sí, es cierto. Sé muy bien a qué piedra te refieres.
—¿No les sirve para nada? ¿No hacen nada con ella, aparte de usarla como detector del hierro?
—No te entiendo.
—Quiero decir que esa piedra amante sólo sirve para encontrar la esencia. ¿No hacen algo con ella? ¿Sabías que contiene también esencia del cielo?
—No, no la usamos para nada más. Si, como dices, contiene esencia, eso explica porqué sirve para hallar la esencia pura. Pero dentro de esa roca sin duda estará escondida la esencia. ¿Tal vez la magia de los extranjeros pueda sacarla?
—Pues sí. Sabemos cómo extraer el hierro de esa roca. Dime otra cosa y es muy importante. Bliona me ha dicho que es fácil de conseguir. ¿Sabes si hay algún lugar donde haya mucha? Un lugar alejado de todos los j’mintes, si es posible.
—Si te lo digo, ¿los extranjeros dejarán tranquilos a los j’mintes? —Aunque mayor, Sipret seguía manteniendo una mente ágil. Había captado el significado oculto tras las palabras de Luis.
—Creo que sí. Una buena mina de magnetita sería suficiente para mantener apartados a todos los jefes de Minerales.
—Disculpa, pero otra vez no te entiendo.
—¡No importa! ¿Puedes decirme si hay un sitio como el que te he pedido?
—¡Sí! Hay una montaña a quince jornadas de distancia. Allí abunda esta piedra amante. Podemos decirte donde está si prometes irte.
—Perdóname, pero no quiero irme. Eso sí, prometo llevarme a todos los míos, si eso es lo que desea tu pueblo.
(Concluirá...)
Enlace al prefacio
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
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